AMFest 2015 (Noviembre)
5-6-7.11.2015, La [2] de Apolo (Barcelona)

Las apuestas que más arriesgan son las que se suben al filo de la navaja y desafían su arista. Cuando el éxito de lo que emprendes depende ya más de la suerte que de tu trabajo, es que has llegado a ese punto en que lo has dado todo; es la sensación que me queda en el cuerpo tras vivir este AMFest 2015 surgido tras esa especie de mutación afortunada que nos ha traído la edición -extraordinaria- de noviembre. No podría decir que se salieran del guión más cosas de las inherentes a este tipo de eventos: algún retraso, que un bombo se resista a mantenerse en pie, que la gente se desfase un poco más de la cuenta llegados a cierta hora de la noche… Nada nuevo. Pero, en el otro lado de la balanza, pesa poderosamente el acierto de una asociación formada por amigos involucrados en anteriores ediciones del Aloud Music Festival (ahora AMFest) que aman lo que hacen y asumen riesgos. Porque saben que su apuesta no es ganadora. Porque hay quien dice que el post-rock está muerto hace años. Porque, si te ligas a una guía de estilo musical que incluye terminología del pelaje de «independiente», «experimental» o «ruidoso», sabes que el esfuerzo va a tener que ser grande, que vienen baches. Que, mala suerte, oye, los proyectos son viables cuando atraen dinero.

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No sé si esta primera edición de este AMFest con su camino reconducido al desvío otoñal habrá resultado viable, pero tengo claro que ha sido satisfactorio para el público. Los organizadores han tenido que salir cada día de La 2 de Apolo sabiendo que esto era el puñetazo en la mesa para reivindicar una escena que, no por no ser mayoritaria, deja de ser atractiva. Ha habido apuesta, riesgo y éxito.

Con un soldout del total de abonos para sus tres días, el festival barcelonés que se compromete con propuestas de corte instrumental y noisy arrancó el motor con un jueves breve: una jornada de entrada accesible que incluía la despedida de una banda que ha sido hito fundamental del post-rock de la última década. Abriendo para ellos, la mezcla de colores afines y texturas fue la mejor antesala de una noche que emplazaba a cualquiera a repetir las citas venideras.

I. Después del rock

Encendió la chispa Böira, producto de la tierra afincado en los terrenos nuevamente fértiles del math y el post-rock. Algo nerviosos, se plantaron con una emoción gigantesca y contenida en el escenario, sabiéndose receptores imaginarios de testigo, con la idea fija de que esa noche podía cimentar muchas cosas. Montada toda su estructura sobre cinco temas repletos de naturaleza y riffs intensos, de alumbramiento y catástrofe conviviendo en entornos comunes, los catalanes estuvieron a la altura de lo que se venía, y no era poco. Fue una patada sónica que levantó los ánimos temprano y llenó el aforo un jueves cuando todos esperábamos el barullo un par de horas después, con la llegada de Maybeshewill. «Si de la runa neixès», su primer trabajo de estudio, sirvió de esqueleto vertebrador de un setlist efectivo y lleno de energía, donde temas como «Allau», «El que escolten els arbres» o «Volcano» marcaron las revoluciones mínimas que debían sostener los que vinieran detrás. Fueron unos cincuenta minutos de un recital que, como siempre, nos ha dejado con ganas de más. Personalmente, yo ya vengo necesitando un LP de Böira y algo me dice que ya deben de estar en harina.

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Poco después y con el terreno allanado y el público receptivo, entraron silenciosamente, con cierta humildad, El ten eleven. El dúo norteamericano, con cinco álbumes en el saco que basan su mensaje en capas de post-rock experimental que toca con la punta de los dedos los clichés de la música electrónica, desplegó sobre el escenario la demostración óptima de lo que puedes hacer con una guitarra/bajo de doble mástil y un set de batería muy completo. Con una pedalera descomunal para enriquecer el sonido, los de California llenaron la atmósfera de cadencias enérgicas con capas de notas en loop constante, con una técnica magistral, fraseos en tapping, e incluso percusión de baquetas en el propio mástil de la guitarra.

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El oficio exuda de cada minuto que llenan las frases de Kristian Dunn (bajo y guitarra) y Tim Fogarty (batería), que controlan cada aspecto de su sonido y lo expresan con elocuencia, conscientes de la magnitud de una sonoridad trabajada hasta la extenuación y donde uno puede permitirse el atrevimiento de acercarse al drum ‘n’ bass pasando por el funky sin un leve pestañeo de inseguridad. Cuadrados, perfectos, sobrevolaron para nosotros su pequeña catedral de sonidos compuestos por temas como «Hot cakes», «Yellow bridges» o «My only swerving». Fueron todo un descubrimiento para alguien como yo, que se los encontraba de primeras.

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Y si El ten eleven fue el oficio superior y Böira la emoción desatada, Maybeshewill tenían que ser lo que fueron: una fusión imposible de oficio y emoción. Tomando como concepto la tralla bien entendida, los de Leicester agarraron al escenario por la melena e hicieron con él lo que les vino en gana en una exhibición crepuscular que tuvo, más que nunca, la intención de grabarse al rojo en el cerebro.

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Abrieron el concierto con «In amber», con sus samplers y ese amor a lo melódico que impregna el trabajo de esta gente que vino a decir adiós a España y pusieron el empeño necesario en hacerlo memorable. Con sus desarrollos largos y llevando el concepto de lo instrumental a un nivel distinto a lo imaginable, nos condujeron por los parajes de «Sanctuary», «Critical distance», «Red paper lanterns» o «The Paris Hilton Sex Tape» para dirigir la noche a su final inevitable que muchos habrían querido alargar hasta lo incontable: un encore perfecto, vibrante y emotivo coronado por «Seraphim & Cherubim» y «He films the clouds pt. 2″. La consciencia evidente de que se acaba, de que Maybeshewill es para recordar, recorrió cada línea melódica y removió desde dentro cada acorde en la certeza de que ya nada de eso es repetible. Lo que allí hubo se quedó en oídos y retinas y mereció la pena cien veces, coreado por un público que esperó que se detuviera el tiempo en aquella primera jornada de llegadas y marchas.

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II. De las baterías y el cambio de planes

La segunda cita la abrían Maamut, banda barcelonesa que se autodefine como «un animal de rock instrumental», familiares con la psicodelia, el post y el kraut y que cuentan con la sorprendente presencia de un violinista en el escenario que liga las teclas con el resto de instrumentos. En una actuación corta y temprana -en la 2 de Apolo no había prácticamente nadie a esa hora-, pocos estábamos por allí para presenciar la andanada de armonías de rock viejo apoyadas por sintetizador que le dan un golpe de vanguardia a un sonido difícil de definir, no por innovador, porque recuerda a muchas cosas y las intenciones quedan patentes, sino porque creo que a Maamut hay que verlos en directo para presenciar esa mezcla de hieratismo salvaje ahí arriba. Se enfrentaron a una sala casi vacía, con la tarea de calentar los motores antes de la llegada de las demás bandas y cumplieron. Llegaron, nos dejaron temas como «A+», «Skeletor» y «Afilador» y con la misma se marcharon, no sin antes ofrecerse como merchandising, en un alarde de buen rollo y de cierta deportividad, conscientes de que habían llegado quizás demasiado pronto a la fiesta. En cualquier caso y, dejando a un lado esa posible falta de expresividad escénica muy a lo shoegaze, se marcharon dejando un buen sabor de boca.

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Pidieron perdón Viven por cantar -se presentaron como probablemente la única banda con letras del festival- y fue una petición absurda; se subieron a las tablas y arrojaron al público una demostración de que el hard rock y el stoner siguen vivos en sus guitarras. Contundentes y llenos del carisma de la década de Led Zeppelin o Deep Purple con un frontman en registros y timbre muy a lo Eddie Vedder, desgranaron los temas de su primera y única referencia de estudio hasta la fecha, «El solitario».

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Arrancaron paulatinamente, poniendo el motor a bajas revoluciones con «Moon», controlando el efecto que un setlist creciente tiene en un público que ahora sí empezaba a llenar la sala. Para cuando llegó «El solitario», que da nombre a su álbum, ya estábamos inmersos en sus riffs y su actitud sobre el escenario. Con humildad, agradecieron a la organización que los dejaran formar parte del cartel, continuaron con temas como «The lights» y se fueron. Es cuestión de tiempo que los barceloneses exploten para reivindicar la salud del rock bien hecho, ese que está grabado en los genes de varias generaciones pasadas.

Y en esas, con el ambiente ya caldeado, entraron en escena Mutiny of the Bounty, que ya estuvieron en el Primavera Sound. Los luxemburgueses, con tres discos en el mercado, hacen gala de un math electrónico por momentos cercano a la música de baile, combinándolo con un nervio histriónico en escena que los hace llamativos. Fue el momento perfecto para meterlos en la sala: lo que provocó su música fue como echar gasolina al fuego.

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Mil pedaleras ocuparon el escenario en una actuación que tuvo capas y capas de sonido servido en progresión creciente, siempre a más, entre saltos, gritos, frases pegadizas y peticiones de baile al público. Se me hacen más de club que de sala de rock, pero conservan algo en su propuesta que no los hace ajenos a estos ámbitos instrumentales. Mucho arpegiador, mucho sampler y una cantidad de energía brutal fue lo que desplegaron aquella noche. El setlist fue en sintonía con las intenciones, claro: abrieron con «The long loud silence» y «North Korea» y siguieron con temas como «Kountach», «Myanmar», «Ice ice Iceland» o «Mapping the Universe». Solvencia y oficio para mantenernos arriba a la espera del relevo esa noche.

Recogieron ese testigo Maserati, norteamericanos (Athens, Georgia). Con una fusión de los conceptos fundamentales del rock clásico llevados al terreno del kraut, con desarrollos lentos y monolíticos cercanos al drum ‘n’ bass que provocaban una inmersión inevitable en su música, nos dejamos llevar por el río de la mano de su batería contundente, rítmica y aritmética que hizo de argamasa sólida para un sonido casi matemático.

Hubo contundencia y caña a partes iguales en lo que fue la presentación en sociedad de su último álbum, «Rehumanizer», aún calentito del horno, y se nos sirvió en bandejas llenas. Saltamos, bailamos, sudamos aquella propuesta plagada de momentos apabullantes y llevados por un ritmo que no habría parado en toda la velada si se les hubiera dejado. «No Cave», «End of man», «The eliminator» o «Monoliths» fueron el principio de un bolo largo que nos llevó por los pasajes de «Pyramid of the Sun», «Earth-like» o «Bye, M’friend, goodbye», con el que se marcharon, dando un portazo que dejó a toda la sala hambrienta y temblando.

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Y hambrientos nos quedamos durante, aproximadamente, unos cincuenta minutos. Una eternidad ajena a la organización provocada porque a Stearica, que tenían que haber tocado bastante antes, se les rompió la furgoneta en Tolosa, con el inevitable retraso de su llegada, que acabó produciendo un bajón inesperado. Que no se me entienda mal; los italianos estuvieron bien en su propuesta ruidosa y alternativa, pero un grupo que había sido retrasado ya al final de la jornada, sobre la 1:10h, empezó a cambiar todo el set de batería a la 1:30. Casi una hora de diferencia entre bandas y, viniendo de donde veníamos, hizo que aquello quizás no funcionara como debió, y eso que había material: comenzaron con «Delta», «Halite» y «Bes», con la batería de nuevo al frente y fuerza de sobras para haber mantenido el pabellón de su «Fertile» alto y visible… A otra hora. Habría funcionado perfectamente antes, pero el espacio entre bandas rompió la cadena in crescendo de fuerza sostenida que no hubo forma de levantar, pese a que muchos sectores del público animaron entre canciones para que aquello subiera.

Siguieron con «Nur», «Tigris», «Siqlum» o «Amreeka», con los que cerraron una noche que acabó dejando un sabor con un punto agridulce.  Agradecieron en español la paciencia de la organización y de todo el que se quedó allí a esperarles, y eso les honra. Independientemente de cómo saliera todo, demostraron profesionalidad y aguante en un día en que todo empezó del revés. Y me reitero: esta gente, en su emplazamiento original del cartel, habría sido otra cosa.

III. El killer combo

Y llegó la noche en que todos queríamos vivir el combo brutal que formarían And so I watch you from afar y Jardin de la Croix, sin duda, los grandes de la velada. Pero algunos, como el que os escribe, no esperábamos una antesala a la altura que se vino. A las pruebas me remito:

Abrieron la lata, venidos desde Euskadi, Erroma. Con influencias oscuras del hard rock de los 70 en un sonido plagado de referencias conscientes o no a Black Sabbath pero a un tempo más controlado y un desarrollo lento, los vascos nos ofrecieron algunos temas de su único EP hasta la fecha, «Erroma».

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«Nova», «Bukaera», «Ezkontzaren amaiera» y «Ezjakinaren sarraila» se ocuparon, en un alarde de overdrives rockeros y lineales, baterías secas, pesadas, hipnóticas, de que la sala, que empezó raquítica de público como la noche anterior, comenzara a calentar el ambiente y se repoblara poco a poco. El mestizaje estilístico en cuestiones de rock es indiscutible en este festival y queda patente con cada banda que entra. Y aún quedaba más.

Los madrileños Le temps du loup no hicieron sino subir la apuesta, y de qué forma. Prolíficos y recorriendo los terrenos más bien del post metal y el hardcore, nos sumergieron en su maraña de delays y reverbs que envolvían a unas bases armónicas de guitarra insistentemente menores, tappings, pedaleras infinitas, un bajo vibrante en permanente muff, y una batería de caminar lento pero seguro. Este trío se bastó y se sobró con temas de dos referencias anteriores, «Jauría» y «Le temps du loup», como «Belko»,  «Guernica», «Por la mitad» o «Iranian», entre otras, suficientes para llenar hasta el borde su bolo corto. Me faltaron minutos para ver algo que se desenvolviera más, donde se me mostraran más caras de un sonido que se me pudo hacer un poco monocorde. En cualquier caso, bien emplazados y ligados con lo que siguió, la 2 de Apolo ya tenía casi el lleno.

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Y entraron en escena los frenéticos And so I watch you from afar. Los de Belfast nos ofrecieron el último show del año en un ejercicio inhumano de math lleno de riffs barrocos que pusieron la sala patas arriba constantemente. Mis recuerdos de aquel tramo del AMFest están muy mezclados por la emoción incontrolable y esa mezcla imposible de oficio máximo y energía liberada que se trajo encima esta gente. Y claro, los de abajo no pudimos más que cerrar los ojos, saltar en bucle fijo, sumergirnos en un moshpit rapidísimo, gritar, aullar, esquivar vasos de cerveza voladores. Qué rollo se traen, qué sonrisa de gilipollas se nos quedó pegada a la cara, qué forma de tirarse al público y tocar con esa naturalidad impresionante.

Resulta difícil describir la sensación de desborde que viví delante del escenario con SIWYFA haciendo de las suyas, como creo que les pasó a todos, espontáneos incluidos. Me dejó durante días un poso de viaje raro, puede que incluso lisérgico, de subida de revoluciones inesperada, sin paños calientes, nada de «vamos a empezar poquito a poco y que la gente se sume», no: estos sabían que aquí se les esperaba, que había algunos entre el público que habían venido para verlos a ellos casi exclusivamente. Y la entrega fue mutua e irrepetible. Si Maybeshewill fueron piedra de toque por la emotividad que inundó la sala, los irlandeses nos ofrecieron la posibilidad casi obligatoria de saltar como chavales sin mirar quién había al lado. Apretabas ojos y dientes y solo te sabías rodeado de un montón de gente parecida a ti, envuelto en una especie de sonido perfectamente enorme. Vaya papeleta para el que viniera detrás del clímax.

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En plena resaca de SIWYFA salieron al escenario Ciconia, con la tarea complicada de alargar el efecto de la droga irlandesa o, como mínimo, que la bajada fuera gradual. Hicieron lo primero.

Con temas de su LP homónimo, largos y poderosos («Tentenubio», «Bibey»), los vallisoletanos se sumaron a la fiesta, a la que llegaron en el momento adecuado. Riffs de vestigio ochentero de la época de más gloria del heavy metal alargaron el contagio entre el público, que volvió al pogo y vivió junto a la banda casi al completo la experiencia porque, como no podía ser de otra manera, bajaron a tocar con todo el mundo. Implicación, energía y mucha garra en esta grupo que supo subirse a esa cresta de ola que se los habría llevado por delante si hubieran planteado el bolo con otro carácter. Pero ni falta que les hace, algo me dice que esta gente lo lleva de fábrica y viven por y para ello. Grandes Ciconia.

Esto había que cerrarlo a lo grande, y para eso la organización tenía claro que había que volver a fijarse en los madrileños Jardín de la Croix. Ese progresivo con trazas evidentes de post nos llevó al final de la noche en volandas, por el camino trazado en sus referencias «Ocean Cosmonauts» y «187 steps to cross the Universe».

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Y más de lo mismo, porque no podía ser de otra forma: energía, brutalidad musical, descaro y carisma son solo unos cuantos adjetivos aplicables a esta joven banda con un futuro brillante. Y tiraron de épica para terminar una velada que no debería haber acabado nunca con «Talk with the planets» y todos nos quedamos flotando en ese ruido blanco que te invade cuando todo se apaga y recuerdas que estás en el mundo y que tienes que volver a casa, que todo ha durado igual demasiado poco.

Recapitulando: al AMFest hay que venir. Aunque cada vez es más evidente que el festival va a escalar a salas más grandes (¿Apolo, igual?) y no sé cómo será todo sin esa impresión de lleno de olla que produce un aforo pequeño lleno hasta reventar, la variedad de estilos dentro del mismo espectro es impresionante. Que no os haga dudar el hecho de que sea instrumental: vais a salir con la impresión duradera de que habéis vivido algo indescriptible.

Un diez para el catering, por cierto. Está todo pensado.

Galería de imágenes del evento (Flickr):