Se nos acaba de borrar de la faz el Duque Blanco, directo a Marte, a una estrella negra, o a donde habite ese Hombre de las Estrellas. David Bowie ha muerto a los 69 años en Nueva York tras una vida dedicada al genio musical, a la mutación progresiva, a la revolución compositiva en un entorno en que todo el mundo se definía con términos y conforme a cánones que solo encorsetaban.

Él se lo pasó todo por el forro. Hizo el amor con las mentes y lo removió todo. Una lucha de año y medio contra el cáncer (pocos detalles más han trascendido) ha sido el punto y final de una carrera indescriptible que ha tenido como canto de cisne Blackstar, un álbum que, visto desde esta perspectiva nueva que da el drama reciente, tuvo que hacerse; las botas puestas siempre.

1969 fue el año en que se le vio asomar la cabeza, con un tema («Space Oddity») que hablaba de pérdidas en pleno espacio, de la soledad y el silencio, de lo azul que es la Tierra de lejos y de lo pequeños que somos, justo en el año de la misión del Apolo 11. Ese año, el Mundo pisó la Luna por primera vez, en todos los sentidos. Y vino Ziggy, y el Young Americans, el Low, la memorable «Under Pressure», que ahora ya es mítica, Heroes o Let’s dance. Una fila interminable de hallazgos, venidos todos de otra galaxia.

Contestatario, arriesgado y músico completísimo, David Robert Jones nos deja hoy sentados en este pequeño trozo de lata. Y, de lejos, el Planeta Tierra sigue siendo azul y no hay nada que podamos hacer.